sábado, 15 de noviembre de 2014

¿Quién le teme al Marqués de Sade?

El Marqués de Sade falleció en 1814. Louis-Sébastien Mercier también murió durante ese año. Ambos fueron hijos de las Luces, pero mientras el primero padeció en vida del encierro y la reclusión, el segundo fue un hombre muy popular de la época en la que le tocó vivir.

Mercier, que era un apóstol del Progreso, escribió L’an 2440, rêve s’il en fut jamais, una novela utópica antaño muy leída, la cual versaba sobre el futuro. En su texto Mercier no habla de asombrosas naves voladoras ni fabulosos dispositivos de comunicación, sino que se interesa fundamentalmente en imaginar el futuro moral de la humanidad. Postula así la consolidación de una república sentimental, donde la pureza del corazón derrota a los curas y a las prostitutas que predican el defecto o el exceso de carnalidad sexual.

Hoy, dos siglos después de la desaparición física de Mercier, su utopía sigue estando muy alejada de la realidad, en tanto que los delirios y las blasfemias de Sade no han cesado de convertirse en eventos cotidianos. Por ello no es extraño que la sociedad francesa, hundida en su declive, elija olvidar a Mercier y homenajear a Sade en su lugar. El culto al “divino” Marqués, promovido con toda la pompa posible y el presupuesto del tesoro público, es síntoma de la obscuridad del presente de Francia.  

La fierecilla domada

Sin haber sido un filósofo ni un teólogo, Sade defendió decentemente al materialismo y al ateísmo. Su pensamiento resultaba subversivo para la época, pero lo que más problemas le trajo fue su afición a la escritura de novelas libertinas. Cuando Sade cobró fama por su literatura (al Marqués se lo conoció primero en el Hexágono y fuera de él por los escándalos que había protagonizado en su vida privada) estaba consolidada una tradición dieciochesca del género, la cual contaba con tres grandes hitos: Histoire du chevalier Des Grieux et de Manon Lescaut (1731) del abate Prévost, Les égarements du cœur et de l’esprit (1736) de Claude-Prosper Jolyot de Crébillon y Les liaisons dangereuses (1782) de Pierre Choderlos de Laclos. Sade vino a engrosar ese tesoro, pero escribió de un modo tan pornográfico que las autoridades civiles terminaron prohibiéndolo. A la censura se la retirarían recién en 1957, pero para esa fecha la lista de quienes lo habían leído era gigantesca, como si la interdicción jamás hubiese sido relevante.

Escultura dedicada a Sade en Lacoste

Treinta años después del deceso de Sade, Charles-Augustin Sainte-Beuve notó que los libros del Marqués resultaban muy consumidos por los escritores de su generación. A partir de los años del Segundo Imperio las reediciones clandestinas de los títulos sadeanos se volvieron un fenómeno habitual. Gustave Flaubert supo fascinarse con Sade, a quien lo leía como si fuese “la última palabra del catolicismo”. Joris-Karl Huysmans, otro lector entusiasta de la obra sadeana, también abordó al Marqués en su relación con la cultura católica. Lo que les interesaba a ambos autores no era tanto la prosa sadeana sino la osadía que representaba su obra. Es decir la ilustración francesa representó un cambio de valores en las élites del país (tal como lo atestiguan las reflexiones de Voltaire y las ficciones de Madame de La Fayette), por lo que Sade no fue más que un fiel y sincero exponente de esa realidad; de allí que leerlo es enfrentarse a los esplendores y miserias de la ilustración llevada hasta su extremo.

Apollinaire fue el que más hizo en los años previos a la Primera Guerra Mundial para presentar a Sade como algo más que un obscuro pornógrafo: el autor de Les onze mille verges pretendía vender al Marqués como ejemplo ilustre de un “espíritu libre”, convocando a los lectores a que vean allende de las perversidades sexuales con el propósito de descubrir a una reflexión moral y política valiosísima para construir el siglo que se avecinaba.  

Después de 1918 los surrealistas lo adoptaron como su precursor. Sade se convirtió así en sinónimo de anarquismo creador e ímpetu revolucionario. Man Ray lo imaginó como la perfecta síntesis entre el hombre clásico capaz de lo sublime y el poderoso genio iluminista habilitado para atormentar a las almas piadosas, o sea como el hombre que daba testimonio del fin cultural del Antiguo Régimen y, al mismo tiempo, escandalizaba a ese sector de la burguesía que se negaba a proseguir con la Revolución hasta sus últimas consecuencias.  

Una vez concluida la Segunda Guerra Mundial circulaba la idea de que la obra destructiva de los nazis podía ser calificada de “sádica”. Para salvar al Marqués de ese destino de oprobio, plumas salvajes como la de Maurice Blanchot (Lautréamont et Sade, 1949), Georges Bataille (La Littérature et le Mal, 1957) y Pierre Klossowski (Sade mon prochain, 1947) se ocuparon de su figura, convirtiéndolo en una especie de héroe contra-moderno. Poco después Michel Foucault desde la filosofía, Jacques Lacan desde la psicología, Roland Barthes desde la crítica literaria, y Philippe Sollers desde la literatura, lograron que Sade, como en la época de Sainte-Beuve, fuese leído por todos los miembros de su generación; la novedad era que ahora no hacía falta ser discretos para disfrutar de los textos de Sade, ya que sus libros no sólo se habían convertido en obras de fácil acceso, sino que además pasaron a integrar el listado de lecturas obligatorias del 68.

Finalmente en 1990 la prestigiosa editorial Gallimard publicó una edición crítica de las obras completas del Marqués de Sade como parte de la consagratoria colección conocida como “Bibliothèque de la Pléiade”, el listón a través del cual los libros clásicos se eternizan como el aporte del patrimonio literario francés para la humanidad.

El enfermo imaginario

Cuando en 1957 se desarrolló el juicio contra Jean-Jacques Pauvert por publicar los textos de Sade, muchos intelectuales salieron en defensa del editor. Entre ellos estaban André Breton y Maurice Heine, dos cultores del surrealismo y apasionados lectores de Sade. Tanto Breton como Heine arguyeron que publicar las obras del Marqués no era un acto moral o inmoral, sino científico, puesto que esos textos “malditos” guardaban un gran atractivo para todos aquellos interesados en explorar las posibilidades e imposibilidades de la mente humana en relación a cuestiones como la crueldad y el deseo. Breton y Heine hablaban como hombres de letras, pero también como antiguos estudiantes de medicina que conservaban cierta comprensión profunda de las ciencias, especialmente de la psiquiatría.

Es interesante destacar que desde que el psiquiatra austrohúngaro Richard von Krafft-Ebing publicara su célebre Psychopathia sexualis en 1886 a Sade se lo haya considerado un sinónimo de “sadismo”, o, más bien, un antónimo de “masoquismo”. Gracias a él (y, claro, a la cultura letrada de la primera mitad del siglo XX que difundió el término) hoy en día cualquiera en Occidente es capaz de asociar a la figura de Sade con el perverso placer de causarle o infligirle daños a otro. Antes de Krafft-Ebing, en Francia la palabra “sadismo” remitía a las aberraciones más miserables de las que era capaz el espíritu humano, lo que incluía, claro, no sólo a las perversiones sexuales, sino también a todo tipo de manifestación de violencia antisocial y contranatural (a ningún francés del siglo XIX le sonaría raro, por ejemplo, que se le aplique el adjetivo de “sádico” a un parricida o a un infanticida). 

Cuando Jacobus X –seudónimo del médico Louis Jarolliot– escribió Le Marquis de Sade devant la science médicale et la littérature moderne (1901) su objetivo era el de filosofar acerca de las implicaciones morales del sadismo y hablar abiertamente de la obra literaria de Sade, antes que intentar proponer una explicación científica sobre el asunto. Dicho de otro modo como la difusión de los textos del Marqués aún seguía prohibida en el alba del siglo XX, entonces la única manera de acercar la obra sadeana a los lectores interesados era disfrazándola en la envoltura de un estudio científico.

Quien contribuyó para convertir a Sade en algo diferente a la curiosidad médica a la que lo había reducido Krafft-Ebing fue el dermatólogo alemán Iwan Bloch, un autor que, junto a Magnus Hirschfeld y Albert Eulenburg, fue uno de los inventores de la sexología contemporánea. Bloch publicó textos en Alemania sobre Sade y Restif de La Bretonne, intentando demostrar que estos libertinos dieciochescos no eran víctimas de ninguna patología sexual sino que, antes bien, resultaban ser valientes investigadores sobre la sexualidad humana. Este enfoque resultó ser muy poderoso para todo aquel que quisiera interpretar a Sade no como un peligro para la sociedad sino como una fuente de transformación de la misma. Así André Javelier, un médico parisino, escribió Le Marquis de Sade et les « 120 Journées de Sodome » devant la psychiatrie et la médecine légale en 1937 para hacer lo que Jacobus X había hecho seis lustros atrás, pero con un tono elogioso que fuera atrayente para los jóvenes literatos y filósofos que quisiesen conocer la obra de Sade.

De delincuente sexual a héroe textual

Poco después de que Bataille y Klossowski defendieran a Sade, pero poco antes de que hicieran lo mismo Foucault y Lacan, Simone de Beauvoir escribió su famoso ensayo “Faut il brûler Sade?”, publicado en los números 74 y 75 de Les Temps Modernes. En ese texto de 1951 la autora sostiene que lo del Marqués es admirable por su compromiso con la libertad, pero que, pese a ello, él yerra el camino al malinterpretar lo que el poder significa y confundir el sentido de lo erótico. Para los existencialistas Sade habría optado por el espectáculo antes que por la vivencia auténtica; debido a ello, este autor habría terminado construyendo un monumento literario monstruoso que debe ser preservado para la posteridad como un alucinante caso psicopatológico. 

Roland Barthes fue el intelectual que encontró una manera ingeniosa para leer a Sade y no quedar atrapado en el dilema moral de mostrarse entusiasmado con la obra de un personaje con su reputación. En su Sade, Fourier, Loyola (1971) se lee: “le seul univers sadien […] est l’univers du discours”. De esa manera ya no era necesario ser un médico o hacerse pasar por médico para discutir la obra sadeana, sólo bastaba transformar la violencia visceral que el Marqués emanaba en un montón de palabras, en un puñado de signos, en letras arrojadas sobre el papel. Desde esta perspectiva (que fue la perspectiva que se impuso y que sigue vigente al día de hoy) se comprende que autores como Simone de Beauvoir habrían fracasado a la hora de leer a Sade por fallar al momento de distinguir la diferencia entre el cuerpo flagelado por un látigo y el lenguaje torturado por la pluma.

Al separar lenguaje y mundo, la literatura se convierte en un santuario textual, el cual resulta libre de toda obligación ética. El propio Barthes abandonaría paulatinamente esta idea con el correr de los años, pero no lo hicieron así sus discípulos y epígonos: la forma, de esa manera, terminó imponiéndose por sobre el contenido. Como el Autor ha muerto, lo que importa en Sade son sus textos, no su vida. Quizás ya no se pueda leer en la obra del Marqués a un científico precursor de la sexología como se hacía a principios del siglo XX, pero si se puede pretender leer científicamente a los textos que fuesen alguna vez prohibidos por obscenos e indecentes.

Y si el ejercicio de lectura no es científico, entonces se descubrirá que el horror sadeano, abierto al gran público, es fundamentalmente irrealista. Vale decir cuando se ha decidido no tomarse en serio a Sade, entonces se podrá apreciar a un personaje que gravita entre lo caricaturesco y lo bizarro. Porque los textos sadeanos no son como Fifty Shades of Grey y obras similares en las que se plantea la posibilidad de incorporar una sexualidad extrema en una vida ordinaria, sino que en Sade más bien hay una atmósfera de pesadilla en donde nadie parece ser ajeno a la exterminación apocalíptica. 

Escena de Salò o le 120 giornate di Sodoma

De allí que la historia cinematográfica vinculada al Marqués sea un vasto catálogo de películas experimentales, a saber: Hurlements en faveur de Sade (1952) de Guy Debord en la que se escuchan a unas voces discutir mientras la pantalla está en blanco, Marat/Sade (1967) de Peter Brook y Peter Weiss que es una obra de teatro usurpando el celuloide, la psicodélica De Sade (1969) que está construida sobre la destrucción de un guión de Richard Matheson, la pornográfica Monsieur Sade (1977) de Jacques Robin, o Marquis (1989) de Roland Topor, en la que los actores aparecen usando máscaras de animales. Incluso Markisinnan de Sade (1992) de Ingmar Bergman –basada en una obra de Yukio Mishima– tampoco resulta ser una película del todo convencional debido al abuso de los diálogos.

El proceso de normalización de Sade iniciado en la década de 1960 y desarrollado a partir de la apelación a lo filológico (antes que a lo filosófico) fue lento pero continuo. Cuando en 1989 Elisabeth Badinter y Bernard Pivot leyeron fuertes pasajes de los textos sadeanos en Apostrophes (un legendario programa de literatura que se transmitía en la televisión pública) nadie elevó formalmente una queja. ¿Cómo objetar la presencia de algo que se había convertido en una manifestación de la identidad cultural francesa?

Las películas Quills y Sade (ambas de 2000, y protagonizadas, respectivamente, por Geoffrey Rush y Daniel Auteuil) nos muestran a un Sade aprisionado que ha dejado de ser un monstruo degenerado para convertirse en un hombre incomprendido, víctima de una época poco dispuesta a tolerar a un hombre en el fondo inofensivo como él.

Una hoguera para el Marqués

En el bicentenario de la muerte de Sade se organizaron en Francia no una sino dos exposiciones para conmemorarlo. La primera de ellas usa el Museo de Orsay como escenario, se titula “Sade: attaquer le soleil” y está dirigida por la académica Annie Le Brun. La propuesta de la muestra es algo así como la de mostrar que en los últimos doscientos años Sade ha ejercido una influencia invisible sobre los artistas más audaces. De repente, gracias a la exposición, nos enteramos que el Marqués habría prefigurado a Goya, Géricault, Ingres, Degas, Cézanne, Rodin, Bacon y muchos otros. Así, por ejemplo, el Museo de Orsay nos invita a imaginar que “Las señoritas de Avignon” de Picasso –obra en la que es patente el respeto sacro a lo femenino– estaría motivada por algún pasaje de Sade, el mismo sujeto que fue acusado de flagelar mujeres para su diversión. Las conocidas ilustraciones que han acompañado a muchos de los textos sadeanos, curiosa o no tan curiosamente, están casi ausentes en la exhibición. 

La otra exposición aludida es más modesta y adecuada. Tiene como sede al Museo de Cartas y Manuscritos de París y se llama “Sade, Marquis de l’Ombre, Prince des Lumières”. Hay manuscritos originales de Sade, junto a cartas, libros, retratos y otros objetos históricos que celebran la evolución de la literatura libertina desde el siglo XVI hasta el XX (hay recuerdos de Casanova, Baudelaire, Vian y muchos otros). La estrella de la muestra es el manuscrito de Les 120 Journées de Sodome, una pieza elaborada durante 1785 en la desaparecida prisión de la Bastilla y cuyo valor actual ronda los doce millones de euros.

Estos eventos conmemorativos son testimonio suficiente de que la frivolidad de nuestro siglo ha convertido a un antiguo proscrito en una estatua decorativa del presente.

Sin embargo hay gente en la Francia actual que, en contra de la política oficial, no está dispuesta a venerar a Sade por considerarlo indigno de formar parte del Panteón de las Inmortales Glorias francesas. Uno de ellos es el polemista Michel Onfray, quien publicó La passion de la méchanceté, una obra que forma parte de su “contra-historia de la literatura” con la que pretende proponer lecturas que demuelan los cánones editoriales y académicos que actualmente ordenan el sistema literario francés (antes de encarar este proyecto, Onfray intentó elaborar una “contra-historia de la filosofía” mediante la cual buscó minimizar a algunos autores muy reconocidos y colocar en su lugar a una serie de personajes cuyas obras han logrado poco impacto entre el público lector).

Onfray es un hombre que se jacta de ser de izquierda, pero de una izquierda no-marxista. Es por ello que el reproche que le hace a Sade está directamente vinculado a su ideología totalitaria: el Marqués, un aristócrata decadente que pasó la mayor parte de su vida encerrado o huyendo, habría sido un secuestrador, un torturador, un asesino y un profanador, que, contrario a lo que se viene diciendo desde hace décadas, nada tuvo de libertario, libertador ni revolucionario.  

La passion de la méchanceté se despliega en torno a la idea de que Sade era un criminal reincidente que escandalizó a los burgueses no gracias a sus escritos sino por culpa de sus actos, muchos de ellos verdaderas bestialidades. Onfray sostiene que si el Marqués estuvo recluido fue porque era un peligro real para la gente de su época y no uno meramente simbólico.

De esta manera lo que hace Onfray es descartar todo el trabajo teórico realizado en torno a Sade en el último siglo, con la intención de reflotar las opiniones de Krafft-Ebing sobre el Marqués. Ilse Koch, la infame “Zorra de Buchenwald”, sería desde esta perspectiva el mejor ejemplo de heroína sadeana en la vida real, no sólo por su promiscuidad legendaria sino también por su supuesto gusto de fabricar objetos con la piel de sus víctimas en el campo de concentración.

Pier Paolo Pasolini, al filmar Salò o le 120 giornate di Sodoma en 1975, hizo una objeción similar a la que Onfray le hace hoy a Sade. Al compatibilizar fascismo con sadismo de una manera lírica y poderosa, el cineasta italiano dejaba en evidencia una relación entre literatura y política que la intelligentzia parisina se negaba a admitir que existiese. Pasolini quiso sacar a la izquierda de la alucinación colectiva en la que vivía en torno al famoso Marqués libertino, pero su gesto no fue muy apreciado en aquella época (como tampoco lo es ahora).

Onfray va un poco más profundo que Pasolini en su denuncia contra Sade, por lo que por momentos comete ciertas arbitrariedades (por ejemplo es sabido que Sade se opuso a la pena de muerte –como se lee claramente en su obra La philosophie dans le boudoir–, sin embargo para el autor de La passion de la méchanceté ello no sería cierto, debido a que el regocijó expresado por el Marqués ante la muerte de Luís XVI probaría su aprobación del homicidio ordenado por el Estado). En la pintura que hace del Marqués, Onfray lo presenta como un monstruoso violador, pedófilo, dominador, ultraviolento, feudalista, misógino y enemigo de la misma República que hoy lo venera. Quienes lo juzgan como un sádico no yerran, pero quienes ven en él a un revolucionario y a un iluminista –según Onfray– están equivocadísimos: el Marqués no habría sido más que un delincuente común, que no sólo describió sus fantasías abyectas sino que también las experimentó en carne propia.

Una de las fuentes de La passion de la méchanceté serían los textos que Jean-Jacques Brochier escribió sobre Sade comparándolo con Max Stirner: según esa lectura los dos autores habrían sido egoístas impiadosos y miserables, ajenos a todo espíritu ligeramente relacionado al universo conceptual de la izquierda política.

En la vereda ideológica opuesta a la de Onfray, está el psiquiatra Quentin Debray, hijo del célebre Pierre Debray-Ritzen (y primo de Régis Debray, el amigo francés de Ernesto “Che” Guevara). Debray, además de sus obras psiquiátricas escritas bajo un enfoque cognitivista, ha elaborado unas ocho novelas interesantísimas. La última de ellas, L’enfant Sade, fue publicada en 2013.

El libro plantea algo que muchos han sospechado: Sade fue un niño abusado, lo que lo hizo crecer como un hombre perturbado, que terminó convertido en un sujeto perverso. La obra coloca al niño Donatien en el centro de la escena, y sigue su evolución desde los cuatro hasta los catorce años (los años cruciales para un ser humano según las muchas teorías sobre las etapas del desarrollo psicológico).

Para Debray el pequeño no habría sido muy distinto a cualquier otro niño: inocente, tierno y curioso. Sin embargo la novela plantea que las malas influencias que lo rodearon lo habrían hecho evolucionar de un modo penoso. La violación padecida, la iniciación sexual en una violenta orgía, y las lecciones inmorales de los adultos irresponsables, incluyendo claro a su tío Jacques (el mismo que fuese buen amigo de Voltaire y difusor de la hipótesis de que la Laura de Petrarca era una antepasado de los Sade), habrían confiscado la infancia de Donatien, convirtiéndolo poco a poco en un ser vicioso y desvergonzado, en el monstruo libertino que todo el mudo conocería después.

Sade fue un hombre de su época, pero también una invención de si mismo. Su obra y su vida fueron testimonio de que el deseo sexual desenfrenado convierte al ser humano en una máquina destructiva. Leerlo es asumir un desafío filosófico, político o artístico que enfrenta al individuo con los límites de la existencia, pero celebrarlo, en definitiva, es celebrar la perversión y la subversión de la cultura occidental.

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