domingo, 5 de octubre de 2014

La actualidad de Charles Péguy

Durante la Segunda Guerra Mundial, Charles Péguy se convirtió en guía espiritual tanto de la Revolución Nacional como de la Resistencia Francesa: Robert Brasillach y Edmond Michelet, desde orillas opuestas, lo elogiaron como si se tratase de un maestro. Es que el pensamiento de Péguy se caracterizó por su transversalidad. Aceptando el desafío de la contradicción, este autor francés, sucesiva o simultáneamente, asumió posiciones que otros sólo se atreverían a considerar de manera separada. Pero no hizo ello por oportunismo, sino, al contrario, por fidelidad a su idea de justicia. Y como le repugnaba la dialéctica, Péguy jamás intento elaborar una síntesis.

Es habitual distinguir en muchos autores un periodo juvenil de uno de madurez, y Péguy no es la excepción: el “primer” Péguy fue socialista, dreyfusista y anticlerical, en tanto que el “segundo” Péguy murió patriota y católico. Se podría decir, entonces, que en el transcurso de su vida Péguy pasó de “la izquierda a la derecha” (del mismo modo en que Georges Valois pasó de “la derecha a la izquierda”): no pudo encajar ni en el interior de la Liga de los Derechos del Hombre ni en el interior de la Liga de los Patriotas, pues su trayectoria intelectual desarticuló a la artificiosa división entre derecha e izquierda.

Una vida católica

El hecho de haber pensado transversalmente hace de Péguy alguien a quien no se lo puede reducir a una frase o a un verso. Sin embargo si se puede entender su obra como motivada por una idea: mientras más Dios haya, más hombre habrá.

Péguy comprendió la importancia cultural de la Encarnación, la cual vendría a fundar a la Historia. Desde el momento en que Dios se hace hombre, el hombre –aunque ni siquiera sea conciente de ello– no puede más que seguirlo o alejarse de Él, pues no cabe una tercera posibilidad. Los sacerdotes civiles y los sacerdotes eclesiásticos lo único que hacen es privilegiar, respectivamente, lo temporal o lo eterno en detrimento de lo otro: esto será para Péguy el mayor problema que deba enfrentar la humanidad, pues al optar por una de las opciones se está perdiendo a la otra, que también es esencial para salvar al alma.

Nuestro autor nació en 1873 en la ciudad de Orleáns. Su padre, un carpintero, murió cuando todavía era un infante y su madre, trabajando día y noche, tuvo que hacerse cargo ella sola de su crianza. Péguy recibió una educación católica en la escuela, hasta que el laicismo se impuso en la época en que Jules Ferry gobernó Francia. Fueron los días en que los “húsares negros” invadieron las aulas y todo tuvo que ser sometido al tamiz republicano –incluso Juana de Arco o San Luís, canonizados por Roma, dejaron de ser santos católicos para convertirse en héroes cívicos. Los libros de historia escritos por Lavisse, de lectura obligatoria en el sistema escolar francés, encontraron a Péguy: allí se leía que la Iglesia Católica y la monarquía francesa eran los fósiles que quedaban de aquellos monstruos que se habían extinguido con la Revolución.

De todos modos los educadores de la Francia de fines del siglo XIX, fuesen maestros o curas, trataban de enfatizar la idea de desarrollar un fuerte sentido moral. Unos –los curas– lo hacían de modo paternal y pío, mientras que los otros –los maestros– apelaban a lo intelectual y racional, pero ambos coincidían en promover el mismo objetivo. La ética de trabajo que absorbió desde pequeño le permitió a Péguy llegar a la École Normale Supérieure. Por esa época el pensador dejó de asistir a misa y comenzó a militar en el socialismo revolucionario. A la Iglesia Católica le había encontrado una grave falla: su alianza con el capitalismo burgués. Así su ingreso en el mundo socialista lo vivió como una conversión, y a la política comenzó a experimentarla como una cuestión religiosa.

El socialismo libertario de Péguy fue la manifestación de una necesidad visceral de salvación temporal. En 1897 escribió “De la cité socialiste”, un artículo en el que hace una apología de los falansterios de Fourier. También se convirtió en admirador de Pierre Leroux y Auguste Blanqui. En ese mismo año terminó su primera obra de teatro. Había escogido a Juana de Arco, una campesina, para protagonizarla. No vaciló en dedicar el texto a todos los mártires que cayeron peleando por defender la causa de la creación de una República Universal Socialista.

A los 23 años, Péguy se casó con Charlotte Baudouin. Fue a través de una ceremonia civil. Ella, una atea, venía de una familia de masones que habían apoyado a la Comuna de París. El matrimonio, para sobrevivir, pronto se volcó a la venta y edición de libros. En esos primeros años de casado, Péguy comenzó a desencantarse con el socialismo. Ya era un hombre adulto, realista, autosuficiente, por ello el utopismo progresista había comenzado a dejar de agradarle.

Cuando estalló el Escándalo Dreyfus, Francia se partió al medio. Péguy, que aborrecía el antisemitismo, eligió defender al soldado judío. Muchos socialistas consideraban al acusado de traición de ser un burgués metido en un problema de burgueses, por lo que decidieron que ni lo condenarían ni lo apoyarían. Sin embargo cuando los defensores de Dreyfus tomaron el poder, Émile Combes comenzó una persecución religiosa que sedujo a los socialistas (con Jean Jaurès a la cabeza), por lo que tardíamente éstos decidieron pronunciarse a favor de Dreyfus. Ninguna de esa maniobras oportunistas le agradó a Péguy, lo que lo llevó a denunciar a los contubernios: así terminó siendo censurado por sus camaradas, lo que lo motivó luego a fundar Les cahiers de la quinzaine para tener una tribuna propia en la cual opinar.

Desde las páginas de su publicación, Péguy reclutó a una serie de marginados de la izquierda de su momento (anarquistas, sindicalistas, secularistas, librepensadores, etc) que se dedicaron a fustigar al socialismo francés, al que le reprochaban haberse vuelto acomodaticio por haber adoptado el parlamentarismo y el reformismo como instrumentos de construcción de poder. Sus peculiares concepciones de la ideología socialista la volvían a ésta ajena al materialismo y al progresismo, y prácticamente enemiga del determinismo. Luego Péguy optó por reducir el espacio de discusión política en Les cahiers de la quinzaine y escribir más acerca de arte. Más tarde denunciaría la existencia de un “partido intelectual” que sería nefasto para Francia, pues éste, de algún modo, justificaba a un régimen demagógico que se iba tornando cada vez más y más totalitario (Péguy fue profético en su denuncia del totalitarismo).

Algo que el pensador notó con el tiempo, es que todo hombre que se aboca a combatir por un ideal, tarde o temprano, adquiere una suerte de máscara. Es decir, cuando el entusiasmo se agota, el idealista se convierte en una suerte de actor. Péguy se sentía así: un hombre que actuaba de militante intransigente. 

La familia Péguy creció con el tiempo: tres niños nacieron y ninguno de ellos recibió el bautismo cristiano. Como él y su esposa tenían un negocio más o menos rentable, su suegra y su cuñado (recordemos que se trataban de izquierdistas) se convirtieron en una carga para él. El pensador empezó a sentir que el vínculo con su mujer se había desgastado, e intentó acercarse a Blanche Raphaël, una muchacha judía que pertenecía a su cenáculo de rebeldes.

Hacia 1907 las obligaciones familiares y las enfermedades físicas que lo afectaban, sumado al escaso reconocimiento que socialmente obtenía, sumieron a Péguy en un estado de depresión. Por esos días pensó en suicidarse. Pero, mientras yacía adolorido, recibió la visita de Joseph Lotte, un amigo suyo. Mientras charlaban, Péguy confesó algo que a otros le hubiese parecido impensable: él había recuperado su fe en Cristo. A partir de allí el mismo pensador se encargó de aclarar que, en realidad, nunca había abandonado al catolicismo, sino que, quizás insensatamente, había buscado a Dios en donde éste no estaba. Él contaba que no era que su tormento lo había hecho descubrir el catolicismo, sino que la gracia había caído sobre él en su noche obscura: o sea no era Péguy el que había encontrado a Dios, era Dios el que había encontrado a Péguy. Esa experiencia de la acción de la gracia como fuente única de la vida cristiana es lo que lo convirtió en un cristiano heterodoxo para la época.

La distancia entre Péguy y el sistema de pensamiento de la Iglesia Católica fue enorme. Mientras desde Roma se combatía a los promotores de la Modernidad, Péguy se ocupaba más bien de denunciar al enorme problema que significaba para el mundo la descristianización de la rutina diaria. Sus maestros de la escuela, pese a haber sido seculares y anticlericales, no habían dejado de vivir bajo el ritmo del tambor cristiano; sin embargo en los años que luego se convertirían en la nefasta víspera de la Primera Guerra Mundial, lo evidente era la ausencia radical de ese fondo cristiano. Péguy no culpó de esa situación a los ateos o a los relativistas: los verdaderos culpables de esa catástrofe eran los sacerdotes católicos, que no sólo estaban construyendo una religión para los ricos al olvidar el espíritu de caridad, sino que además contribuían a erradicar el misterio de la gracia de la vida cotidiana, quitándole con ello el sentimiento de trascendencia al hombre común.

¿Por qué el clero católico habría hecho esto? Según Péguy, porque esos hombres eran, básicamente, hombres inseguros, temerosos de la precariedad, temerosos de la pobreza. A raíz de ello el clero habría convertido al catolicismo en un sistema de certezas eternas, que devendría una maquinaria de guerra invencible. Como consecuencia natural los sacerdotes habrían dejado de rezar para salvar al universo, y, en su lugar, se habrían lanzado a conquistarlo para imponer la Cruz. ¿Qué lugar podría tener la gracia de Dios en un mundo donde la Iglesia, convertida en la gendarmería sagrada, doblegaba a las almas casi como en una guerra santa?  

En ese mundo poblado por infames parodias del cristianismo, en ese desierto humano interrumpido por las viejas ruinas de un pasado lleno de vida, el nuevo comienzo es posible según Péguy. Sólo se necesita el milagro de la Encarnación –es decir la vivacidad de ese acontecimiento (que es el Acontecimiento por antonomasia)– para que Cristo retorne al mundo, mas no para juzgarlo o incriminarlo, sino para salvarlo. Sin embargo hay una amenaza que debe ser contemplada: el imperialismo del oro.

Péguy, como Balzac, sufrió las penurias económicas y no pudo dejar de reflexionar sobre ellas. Les trois mystères, tres piezas teatrales de inspiración medieval, junto al ensayo L’Argent, expresan la lucidez de esa reflexión. Le mystère de la charité de Jeanne d’Arc, el primero de Les trois mystères, reconstruyó y amplió en 1910 esa obra que Péguy había escrito en 1897, en plena fiebre socialista. Cuando el texto llegó a los lectores levantó polémica: los católicos se complacieron al encontrar a un dreyfusista apóstata, pero, al mismo tiempo, no pudieron dejar de sospechar de él; sus camaradas de la izquierda, en cambio, sólo atinaron a leer a la obra como una suerte de velada crítica al cristianismo, sin estar en realidad muy seguros de que esa fuese la intención (sólo Georges Sorel descreyó de la conversión de Péguy al catolicismo con total convencimiento). Péguy reaccionó escribiendo su célebre Notre jeunesse, en donde confiesa no arrepentirse de nada, pues él, a diferencia de la Iglesia Católica o del Partido Socialista, no habría nunca escogido el camino equivocado.

Poco a poco, Péguy retornó a la vida cristiana, asistiendo todos los domingos a misa y disfrutando de los tesoros de la gracia divina (el catecismo, la liturgia sagrada, el Evangelio, la devoción por la virgen y los santos, la pasión de Juana de Arco y la cristiandad francesa). Sin embargo le fue negada la Eucaristía y la Confesión, debido a su situación biográfica irregular. Casado con una mujer atea, su matrimonio resultaba santificado gracias a él, pero la negación del bautismo a sus hijos lo convertía en un padre descuidado. Esto le causaba una tremenda congoja. Sus amigos católicos le sugirieron que utilice tretas para cristianizar a su familia, pero nunca pudo hacerlo. Al serle negados los sacramentos, encontró consuelo en el poder de la plegaria.  

Durante el último lustro de su breve vida, Péguy escribió mucho. En 1914, cuando estalló la guerra, marchó hacia el frente. El 5 de septiembre, cuando la Primera Batalla del Marne comenzaba, Péguy recibió un balazo en la cabeza. Cinco meses más tarde, en febrero de 1915, nacería su hijo más pequeño, Charles Pierre Péguy.

Mística, Modernidad y Moneda

Un concepto clave para entender el pensamiento peguyano es su idea de lo místico. Aquí no hace falta recurrir a la teología, pues lo místico no sería aquel estado psíquico en el que el alma entra en comunión directa con la divinidad. Tampoco lo místico tiene un sentido anti-religioso como el que le daba Louis Rougier (lo místico no es sinónimo de lo mítico). Para Péguy lo místico es una exigencia de integridad interior, un espíritu de sacrificio, un llamado a anteponer el bien del prójimo por sobre el propio. Es la fidelidad a los principios. Por eso la mística para un pueblo es la preservación de su tradición.  

Al ingresar al campo de la política, la mística inevitablemente se degrada, pues la política es un ámbito de sectarismos y oportunismos. La mística republicana es el morir por la República, en tanto que la política republicana vendría a ser el acto de vivir de la República (como funcionario).

Otra cuestión vital en el peguysmo es la crítica despiadada a la Modernidad. Se dice que Péguy, de hecho, murió en paz consigo mismo pero enfurecido contra su época. El mundo moderno, gobernado por una burguesía ávida de dinero, aparece en la obra peguyana como una interrupción de un viejo orden armónico. Lo curioso de Péguy es que su apología del pasado nunca funcionó como un intento restaurador, pues él no anhelaba ver a las viejas jerarquías volver de la muerte, sino que le interesaba recuperar las virtudes intemporales (humildad, paciencia, respeto) de los artesanos y los campesinos que el industrialismo había aplastado. Lo importante era escapar del envilecimiento que provoca la acumulación de riquezas.

Las afluencias

A Péguy también se lo puede entender a partir de sus amistades y enemistades intelectuales. Al igual que Edouard Berth, Péguy fue un intelectual. Sin embargo siempre se declaró enemigo de estos personajes. Es que el pensador trazó una línea: de un lado estaban todos esos hombres teóricos, amantes de las abstracciones y enemigos de lo temporal, grandes monologadores listos para convertir a su ideología en pensamiento obligatorio, y del otro lado estaban los sujetos como él, enamorados de lo concreto, amigos de la realidad, aptos para el diálogo fraterno y el consenso. A la universidad (copada en esa época por positivistas como Durkheim, Lavisse, Herr y otros) la concebía como un cuartel policial desde donde las autoridades ordenaban perseguir a los disidentes.

De los católicos de la época al que más se parecía Péguy era a Maurice Bàrres. Charles Maurras, el gran referente del periodo, tuvo de hecho muy pocos puntos de contacto con él.

Romain Rolland y Henri Bergson resultaron también una influencia positiva en Péguy. Los conoció a ambos cuando fue joven, y supo absorber sus sabidurías. Aunque Bergson entró en el Index Librorum Prohibitorum en 1914, Péguy había intuido que el bergsonismo estaba bañado por el espíritu cristiano (cosa que el propio Bergson confesaría al publicar Deux sources de la morale et de la religion en 1932). Rolland, por su parte, le dedicaría uno de sus últimos libros a Péguy, en el que recoge opiniones y reflexiones sobre las relaciones entre religión y política.

Los influenciados

Es probable que Georges Bernanos haya encontrado en la obra de Péguy la inspiración para alejarse de Édouard Drumont, pero lo que salta a la vista es que ambos bebieron de las mismas fuentes: los dos identificaron a la modernidad como una gran corruptora del espíritu humano, y los dos vieron a la política contemporánea como la celebración de las costumbres degradadas; también tanto Péguy como Bernanos entendieron al universo capitalista como un mundo prostitucional, puesto que, gracias al dinero, todo se ha vuelto intercambiable, todo es una cuestión de cálculo, todo tiene un precio.

Péguy profesaba un nacionalismo espontáneo, vinculado más bien con la idea de patriotismo. Antes que el pasado grecorromano, le interesaba la herencia judeocristiana del pueblo francés. Al catolicismo en el Hexágono lo veía como algo vinculado a la tierra, algo así como una cuestión folklórica propia de los campos que se encontraban libres de la influencia perniciosa de las ciudades. El General Charles de Gaulle se apropió de esa idea de nación predicada por Péguy. Se dice también que los cardenales Henri de Lubac y Jean Daniélou, dos protagonistas del Concilio Vaticano II, apreciaron las reflexiones peguyanas sobre lo cristiano. 

Como el pensamiento de Péguy gravitó entre una derecha democrática y una antidemocrática, su figura no ha resultado de fácil digestión para las autoridades francesas. Hay calles, plazas e instituciones que llevan el nombre del pensador, pero, por ejemplo, en las escuelas se suele evitar recomendar la lectura de sus textos. Las bibliotecas tampoco hacen demasiado para promocionarlo.

Bernard-Henri Lévy, en una de sus habituales maniobras publicitarias, acusó a Péguy de ser un precursor francés del nacional socialismo (lo mismo dijo de Voltaire y Jaurès). Sin embargo, pese a esos personajes deseosos de hacerle mala fama al pensador, también hay otros que han trabajado por lo contrario. La lista no es muy larga, pero la calidad compensa la pequeña cantidad: políticos como François Bayrou, Charles Millon y Jean-Pierre Sueur, periodistas como Gérard Leclerc, Jacques Julliard y Edwy Plenel, empresarios como Charles Beigbeder, novelistas como Yann Moix, Éric-Emmanuel Schmitt y, en cierta medida, Michel Houellebecq, e intelectuales como Jean Bastaire, Pierre Manent, Chantal Delsol, Roger Dadoun, Jacques Viard, y, por supuesto, Alain Finkielkraut, es decir gente de izquierdas y de derechas, se han declarado admiradores y custodios del pensamiento peguyano. De todos ellos se ocupa Damien Le Guay en su libro Les héritiers Péguy.

Según Le Guay como Péguy fue un visionario su pensamiento no deja de ser actual. Su obra, bien leída, es terapéutica, pues propone una serie de antídotos para acabar con los males del presente: antídotos para salvar a la República de aquellos que se sirven de ella, antídotos para deshacerse de ese pensamiento soberbio que supone que el presente no le debe nada al pasado, antídotos para protegerse del poder corruptor del dinero, antídotos para detener la tragedia educativa contemporánea, antídotos contra la falta de esperanza, y antídotos para no verse tentado por el individualismo atomizante que estimula la ausencia de compromiso con el mundo y de responsabilidad por los otros. El mundo moderno es el problema, pues es un mundo de apariencias, donde ya nadie es creyente pero muchos van a los templos, donde ya nadie es lector pero muchos compran libros, donde ya nadie vive plenamente pero sus cuentas de Facebook se llenan de imágenes que contradicen esta realidad; frente a esa realidad lamentable Péguy proponía, en definitiva, la templanza y la autenticidad, algo que vendría a ser el común denominador de sus muchos seguidores del hoy. 

A través de su cristianismo combativo y de su socialismo franciscano, Péguy aportó su grano de arena a casi todos los debates de nuestros días. Le Guay lo ve como una fuente de sabiduría que difícilmente se agote pronto. Algo que Péguy predicó siempre, tanto en su etapa socialista como en su etapa católica, fue el regreso a la piedad: no hay civilización sin piedad, sin respeto absoluto por la realidad inmediata, sin veneración por el misterio. Le Guay no incluye al Papa Francisco entre los herederos de Péguy, pero, como ha dicho Alain de Benoist, este pensador estaría muy feliz con el actual Obispo de Roma.

* Le Guay, Damien. Les héritiers Péguy. Bayard, Montrouge, 2014, 19,90 

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