El llamado “síndrome de Down”
debería llamarse “síndrome de Séguin-Down-Lejeune (SDL)”. ¿Por qué? Porque existen
serios indicios que prueban que Édouard Séguin, en 1846, anticipó veinte años a
John Langdon Down en la tarea de describir un caso de trisomía del par 21.
Además las observaciones de Jérôme Lejeune realizadas a fines de la década de
1950 y comienzos de la de 1960 contribuyeron enormemente a comprender con mayor
profundidad lo que el mentado síndrome es. Por consiguiente resulta un tanto
injusto que ambos científicos franceses no reciban el reconocimiento que
merecen en relación a este asunto.
En el siglo XIX el médico Down
había bautizado al síndrome como “mongolismo” (pues encontró que quienes
padecían de esa condición orgánica singular se asemejaban a la raza mongoloide
descripta por el célebre naturalista alemán Johann Friedrich Blumenbach), pero en
el siglo XX esa denominación fue sustituida por la actual, debido a que hubo
protestas ante la
Organización Mundial de Salud de la propia República Popular
de Mongolia por la connotación peyorativa que se asociaba al término. Hoy en
día, tras más de 150 años de investigación científica sobre el tema, la
humanidad ha adquirido una mirada muy justa sobre las personas que padecen el
SDL, por más de que aún existan quienes entienden a esa condición como incómoda
y hasta indeseable.
El santo del
microscopio
El síndrome de SDL no es una
enfermedad mental ni una degeneración neurológica como alguna vez se creyó. Los
esfuerzos educativos de los últimos cincuenta años han probado que las personas
que cargan el síndrome pueden integrarse socialmente y desarrollarse
personalmente de un modo en que, en otra época, hubiese parecido sorpresivo.
Como he señalado, Séguin y Down
hicieron muchísimo para mejorar nuestra comprensión del SDL, pero fue Lejeune
quien ha hecho los aportes más decisivos sobre el síndrome, demostrando que se
trata de una cuestión fundamentalmente cromosómica.
Quien ha escrito un libro
estupendo sobre la vida y obra de Jérôme Lejeune ha sido Anne Bernet (el libro
data de 2004 y se titula, simplemente, “Jérôme
Lejeune”). Allí se aborda con profusión de detalles el largo combate a
favor de la vida que Lejeune protagonizó desde el campo científico.
El momento más importante para la
carrera de Lejeune llegó en 1958. Ese año –en colaboración con quienes
trabajaban con él en el laboratorio de investigaciones médicas dirigido por
Raymond Turpin– Lejeune demostró que el mongolismo era una anomalía cromosómica.
Con este descubrimiento la citogenética amplió sus horizontes enormemente. A
partir de allí el investigador francés alcanzó fama mundial gracias a su honesto
trabajo científico.
Sin embargo hubo algo que pronto lo
perturbó: sus descubrimientos, entre otras cosas, contribuyeron al desarrollo
de los diagnósticos prenatales sobre anormalidades cromosómicas, lo que sirvió
de estimulo para la realización de abortos “terapéuticos” ante el caso de
embarazos afectados. Lejeune, que era un católico activo, se opuso tajantemente
a esa práctica por considerarla contraria al juramento hipocrático. Aliado a
los humanistas Jean Vanier (el fundador de L’Arche, una suerte de cottolengo a
la francesa) y Marcel Clément (el creador de las Facultades Libres de Filosofía
y Psicología, una suerte de Sorbona cristiana), Lejeune se convirtió en un
militante a favor de la vida y en contra del aborto: entre los tres organizaron
la famosa peregrinación pascual a Lourdes de 1971, en la que lograron reunir a
unos doce mil feligreses, la mayoría de los cuales eran gente discapacitada
física y/o psicológicamente. El evento levantó airadas críticas entre los
sectores progresistas franceses, que interpretaron a la peregrinación como una
“desfile de monstruos” que atentaba contra la dignidad de aquellos que, según
su opinión, merecían el encierro y el aislamiento. La militancia de Lejeune por
una causa tan noble como el respeto por el otro y la integración social del
diverso lo convirtió en un personaje fácilmente odiable: en mayo de 1968, en el
París de las barricadas, los estudiantes rebelados quisieron impedirle al
prestigioso médico el acceso a su laboratorio universitario; tras no poder
lograrlo, terminaron vandalizando el lugar, dejándole pintadas que lo acusaban
de ser un “fascista”.
Se ha dicho que ese compromiso con
la protección del niño que aún no ha nacido hizo perder al científico francés
su merecido Premio Nobel en Medicina. Sin embargo Lejeune no sólo pudo vivir
con ello, sino que además jamás se amedrentó ante las presiones externas que
normalmente sufre la comunidad científica comprometida con la búsqueda de la
verdad. Un ejemplo: en 1961, mientras visitaba Moscú, tuvo el coraje de
desacreditar al lysenkoísmo públicamente, el cual aún era cultivado oficialmente
en la URSS (de
hecho para esa época Trofim Lysenko, según la peculiar orden del gobierno
soviético, todavía era inmune a la crítica). Otro ejemplo: interesado en los
orígenes de la humanidad, Lejeune teorizó en contra del evolucionismo darwinista,
lo que despertó el desprecio contra él de los fanáticos cientificistas que
adhieren como un dogma de fe a esa idea tan criticable.
Pero no sólo supo cosechar
enemigos. John Fitzgerald Kennedy, desde la
Casa Blanca , elogió efusivamente a su
trabajo, convirtiéndolo en un personaje muy popular en los EEUU.
Tras conocer de primera mano la
lucha en contra del racismo que lideraba Martin Luther King Jr. en la década de
1960, Lejeune notó que la gente con trisomía del par 21 se encontraba en
Occidente tan o más segregada que la población negra en ciertas partes de
Norteamérica, por lo que comenzó una fuerte campaña en contra del “racismo
cromosómico”, mientras que, al mismo tiempo, se abocó a trabajar para
encontrarle una cura al síndrome de SDL.
En 1969, mientras debatía en un
estudio de televisión con Claudine Escoffier-Lambiotte (una periodista de Le Monde que había estudiado medicina en
su juventud y que escribía en el famoso diario sobre temas de salud), Lejeune
señaló que él no podía defender a la “euta-nazi” por considerarla una muestra
de brutalidad anticientífica. Al día siguiente su buzón se vio inundado por
cartas que lo injuriaban y que le pedían que se rectifique.
En 1971 un grupo de extremistas
del laicismo invadieron un salón en el que daba una conferencia, amenazaron de
muerte a Lejeune y apalearon a un grupo de discapacitados que asistían al
evento.
Unos meses después de aquel
escrache, cuando Simone de Beauvoir y Le
Nouvel Observateur se aliaron para promover el aborto a través de la publicación
del infame Manifiesto de las 343,
Lejeune les pidió a las feministas que recapacitaran y propuso una batería de
medidas que juzgaba más preferibles que el homicidio; las mismas estaban
basadas en dos pilares: establecer un sistema social a través del cual el Estado
francés y las ONGs puedan asistir a los niños sin costos para la madre, y
flexibilizar los mecanismos para que la adopción de un niño pudiese concretarse
antes del nacimiento inclusive. Empero las iniciativas, pese a sus buenas
intenciones, no prosperaron.
Además por esa época Lejeune demolió
el argumento abortista de que las mujeres tienen “derecho a disponer de su
cuerpo” indicando que sobran las pruebas para demostrar que el feto es un
cuerpo distinto al de su madre, y que por tanto se trata de una persona plena
de derechos desde el momento de la concepción.
A lo largo de la década de 1970, el
científico francés se volcó a desarrollar tareas sociales para ayudar a mujeres
a evitar el aborto. Su biógrafa Bernet cuenta que por esa época recibió miles
de cartas de diversa índole (gente pidiéndole ayuda, gente planteándole razones
filosóficas o religiosas para abortar, gente directamente insultándolo) y,
pacientemente, el médico contestó a todas y cada una de las misivas.
Antes de 1975, Lejeune y su
esposa consiguieron miles de firmas de médicos, juristas y filósofos que
solicitaban que el aborto no fuese legalizado, pues si el Estado francés
aprobaba la realización de homicidios bajo su supervisión, se convertiría
automáticamente en una organización genocida. Mientras Georges Pompidou
presidió a la República ,
el abortismo no prosperó. Pero en cuanto Valéry Giscard d’Estaing llegó al
poder, la situación se revirtió. Ante la catástrofe generada por el gobierno,
Lejeune cambió su foco y empezó a militar en contra de la libre circulación de
medicamentos abortivos (a los que llamó “pesticidas antihumanos”), con la
esperanza de que el acontecimiento del aborto –ahora legal– fuese reducido a su
mínima expresión en Francia mientras se avanzaba hacia la derogación de la
legislación exterminadora.
En uno de sus viajes para
denunciar a la industria farmacéutica que estaba haciendo de las píldoras
anticonceptivas un negocio multimillonario, Lejeune conoció a la médica polaca Wanda
Półtawska y trabó amistad con ella. Esta mujer era muy cercana a Karol Wojtyla,
un Obispo católico que luego se convertiría en Papa con el nombre de Juan Pablo
II. Ese hecho, unos años después, le permitió encontrar en el Vaticano el apoyo
que había perdido en Francia.
Como embajador del Papa, Lejeune
recorrió el globo. En EEUU, en una audiencia de la ONU sobre el aborto, el
científico francés manifestó sus opiniones contrarias al asunto ilustrándolas
con el cuento de Pulgarcito. Más tarde viajó por Europa advirtiendo sobre los
peligros se las radiaciones atómicas, llegando incluso a visitar nuevamente a la URSS ; unos pocos años después
se produciría el desastre de Chernobyl.
Durante la década de 1980 el
gobierno socialista francés suprimió prácticamente todas las subvenciones que
Lejeune recibía para sus tareas de investigación y divulgación científica.
Rápidamente fue invitado por diversos países extranjeros para instalarse fuera
de Francia, pero Lejeune se negó a ello. Muchas ONGs, entonces, se coaligaron
para refinanciar al prestigioso médico.
En 1990 el rey Balduino de
Bélgica consultó a Lejeune sobre algo que lo mortificaba. El parlamento de su
país había decidido ampliar el acceso al aborto y él, como monarca
constitucional, debía firmar la aprobación de una ley que juzgaba criminal.
Lejeune, por supuesto, le dijo que se negase a hacerlo, y que, en todo caso,
abdicase al trono si la presión era demasiada. Y así lo hizo Balduino: abdicó,
el gobierno civil aprobó la ley y en menos de un día le pidió al rey que
retornarse al poder. El gesto de Balduino no frenó el aborto pero, al menos,
sirvió para que el monarca no traicionase a la tradición que encarnaba
(contrariamente a lo que sucedió con el rey Juan Carlos de España en 1985).
La figura del científico
cristiano que representó Lejeune fue tan molesta para los poderosos de su
época, que hasta hubo un intento a mediados de la década de 1980 de asociarlo
al larouchismo (ya que Jacques Cheminade había conseguido infiltrarse entre su
círculo de colaboradores) y endilgarle responsabilidad intelectual en las
acciones terroristas que supuestamente este movimiento ejecutó en Europa.
Fueron las típicas maniobras obscuras de la Guerra Fría.
Jérôme Lejeune murió en 1994. Muy
pronto comenzó su proceso de beatificación en la Iglesia Católica , lo que llevó
a la milenaria institución de Roma a declararlo “siervo de Dios” en 2012.
El libro de Bernet sobre Lejeune
se lee más como una hagiografía que como una biografía, pero no constituye eso
un error. Publicado, como ya se detalló más arriba, en el año 2004, el texto no
incluye algo que concierne a Lejeune y que aconteció unos años después: en 2009
la investigadora Marthe Gautier, ya octogenaria, comentó ante la prensa que
ella era la auténtica descubridora de la trisomía del par 21 y que Lejeune,
básicamente, se habría atribuido él los resultados de su esfuerzo. Muchos
celebraron el relato, puesto que no sólo significaba que una mujer
menospreciada por su condición femenina hacía justicia después de tantas
décadas, sino que además servía para desacreditar a “San” Lejeune, ese
cristiano que tanto interrumpió el triunfo de ciertos intereses y que al final
habría sido un sujeto vil y miserable. Sin embargo en enero de 2014 los
herederos de Lejeune pidieron filmar el discurso que Gautier iba a pronunciar
en Bordeaux, en el marco del reconocimiento que la Sociedad Francesa
de Genética Humana le haría por su trayectoria. A último momento, Gautier optó
por no hablar, sabiendo que sobran las pruebas para desmentir aquello que ella
sostiene como si fuese lo que de hecho sucedió.
* Bernet, Anne. Jérôme Lejeune. Presses de la Renaissance , París,
2004, hasta 45 €
El afortunado 4%
Así como Gautier, en base a su
testimonio, cuestionó la veracidad de la historia conocida por todos y generó dudas
en mucha gente sobre los acontecimientos del pasado, así también Paul Rassinier
dio su testimonio sobre los campos de concentración de los nazis y sentó las
bases para lo que sería el revisionismo sobre el Holocausto, un movimiento
historiográfico orientado a inculcar sospechas sobre lo que sucedió con los
judíos en la Segunda Guerra
Mundial. Sin embargo de lo que nadie ha dudado en la segunda mitad del siglo XX
y la primera del XXI es de la existencia del Aktion T4, un plan de exterminio
sistematizado que el gobierno del Canciller Adolf Hitler ejecutó entre 1939 y
1941, extinguiendo a miles y miles de personas por el solo hecho ser
discapacitados.
La iniciativa eugenésica del
Estado alemán tuvo por propósito optimizar la raza aria y minimizar el gasto
presupuestario. De hecho a los nazis no les preocupaba demasiado la capacidad
“contaminante” que tenían los discapacitados entre la población alemana (pues
si ese hubiese sido el problema, entonces se hubiesen limitado a
esterilizarlos, como efectivamente hicieron con buena parte de su población
negra y mulata); lo que les molestaba de los discapacitados, en realidad, era
que éstos constituyesen una carga de la que las familias de trabajadores o las instituciones
estatales debían hacerse cargo. Por consiguiente no tuvieron mejor idea que
declarar portadores de vida indigna a muchísima gente –infantes, adultos y
ancianos– y asesinarla con diversos métodos, cámara de gas incluida. Con esa
maniobra, los nazis pensaban en ahorrar algunos millones de marcos destinados a
la asistencia social, y reorientarlos para financiar la guerra que habían
iniciado.
El Aktion T4, autorizado por el
propio Hitler según consta en la documentación oficial del Tercer Imperio, fue
muy resistido por gran parte de la sociedad alemana de la época. Fueron los
cristianos –tanto los católicos como los protestantes– los que más hicieron
para denunciar e intentar detener la masacre.
Una vez culminada la Segunda Guerra Mundial, del
otro lado del Rin el Aktion T4, pese a la resistencia de sabios como Lejeune y
muchos otros, fue finalmente reflotado. Lo que Hitler empezó en un régimen
totalitario, lo concluyó la V º
República en nombre de la libertad y la democracia.
Hoy en día, en el Hexágono, el
96% de las personas que reciben la noticia de haber engendrado a un feto con
trisomía del par 21 optan por cancelar su embarazo: es un aborto “terapéutico”,
según lo estipula la legislación nacional. El dato es de acceso público, pero
lo recoge el libro Éloge des phénomènes de
Bruno Deniel-Laurent.
En una época como la nuestra
–acostumbrada a una aritmética perversa que cuantifica y, simultáneamente,
despersonaliza a las víctimas de las masacres de Nankín, Hiroshima, Bangladesh
y tantas otras– el porcentaje de abortos de fetos con SDL no parece
escandaloso. Pero de hecho lo es. Y demostrarlo es la intención de Deniel-Laurent.
Para ello este autor ha escrito
algo así como una estética del corazón. Es decir Éloge des phénomènes no discute éticamente sino estéticamente sobre
el síndrome de SDL: allí yace su originalidad. Para ello elogia el barroco,
enemigo natural de aquel universo clásico que arrojaba a los defectuosos desde
la cima del Monte Taigeto.
Deniel-Laurent describe la
existencia de dos genealogías modernas: una fundada por René Descartes y
Nicolas Boileau, e integrada, entre muchos otros, por los eugenistas Clémence
Royer y Charles Richet (un médico francés que obtuviese el Premio Nobel de
Medicina en 1913), y la otra nacida de la obra de Blaise Pascal y Dominique
Bouhours, a la que pertenecen Jean-Claude Guillebaud, Jacques Ellul y, claro,
el propio Bruno Deniel-Laurent. Los primeros pretenden que lo bello sea algo
demostrable, mientras que los segundos, en cambio, entienden a la belleza con
una cuestión asociada al misterio.
El barroco es lo irregular. Es
barroca la belleza de Éléonore (una joven con trisomía del par 21 que
Deniel-Laurent describe en su libro con una honestidad que hace recordar a los
retratos que hacía Joseph Kessel). Su Lolita no es armónica, lo que la vuelve
poco atractiva para el mundo publicitario y la frustra como modelo de consumo. Por
tanto Deniel-Laurent construye una apología de lo anti-modélico: la trisomía
del par 21 es el último bastión de la “locura” que –por culpa de Lejeune y
gente como él– las maquinarias del progreso no han logrado domesticar, por lo
que se ven obligadas a declararle la guerra y buscar su completo exterminio. Éléonore,
entonces, es una sobreviviente del eugenismo del Estado.
Muchos de los que han logrado
escapar del genocidio sufren la parálisis. Éléonore no: ella se mueve mucho,
vive día a día, ama y es amada (por los que la respetan como ser humano, no por
aquellos que la consideran un objeto de estudio de la teratología).
¿Cómo es posible que un cromosoma
extra pueda levantar a una nación en armas para erradicar a los que lo portan
en nombre de la felicidad del individuo? En Francia, donde el barroco poco ha
influido, pareciera ser que exterminar al que padece de SDL es parte de la
idiosincrasia local.
El mundo post-Aktion T4 encontró
en el diagnóstico prenatal el modo políticamente correcto de continuar con la
obra de Joseph Mengele y Shiro Ishii. Ahora ello se hace en nombre del
transhumanismo, que vendría a ser algo así como la colonización liberal de la
tecnología. El niño, según la opinión contemporánea, es un gasto y una carga,
algo incompatible con un mundo en donde el ideal es la inversión permanente y
la libre decisión. Pero al niño se lo tolera, porque un día será un elector y
un consumidor él también. En cambio aquel que no puede votar ni consumir, ¿para
qué conservarlo? ¿Pues qué se le puede vender a una persona con SDL si su deseo
se reduce a estar fresco en el verano y cálido en el invierno? ¿Y para qué
permitir la existencia de una persona así, que, sin decoro, le pregunta al
hombre calvo y viejo por qué su esposa tiene la mitad de su edad, o que siente una
impúdica curiosidad ante el hecho de que una mujer anciana no luzca arrugas en
su rostro rediseñado por el botox?
Deniel-Laurent recuerda que los
niños con SDL no crecen queriendo ser grandes casanovas, y las niñas tampoco
buscan protagonizar Cincuenta sombra de
Grey. Pero si son capaces de amar: retribuyen el amor que reciben de un
modo incondicional; desinteresados por las herencias, jamás se pelean con sus
hermanos; nunca un niño con trisomía en el par 21 concibe la posibilidad de
odiar a su familia. Pero nada de eso parece importar, porque esos niños son
culpables de atentar contra el orden y la seguridad del capitalismo, y por
ello, según la opinión actual, merecen la pena de muerte.
El tema de Éloge des phénomènes es trágico pero su tono compasivo y la
elegancia del lenguaje lo vuelve legible. El texto se cierra recordando que en
Japón existe la tradición de construir pequeños muñecos de piedra a través de
los cuales las madres de los niños abortados pueden recordar a sus hijos
fallecidos, pedir perdón o simplemente continuar con el diálogo interrumpido.
En Francia eso no sucede: al cuerpo mutilado de un feto se lo coloca en una
bolsa de plástico y, del mismo en que sucede con las ratas, se lo incinera,
pues ese es el modo más económico e higiénico de deshacerse de lo que está
demás.
* Deniel-Laurent,
Bruno. Éloge des phénomènes. Max
Milo, París, 2014, 10 €
La bella vida de
Éléonore
La Éléonore que aparece en Éloge des phénomènes no es otra más que
Éléonore Laloux. Nacida en 1985 en la ciudad de Arrás, los médicos les dijeron
a sus padres que, como portaba una enfermedad cardiaca, no viviría más de tres
meses. Sin embargo Éléonore resistió al pronóstico y sobrevivió.
La joven se volvió famosa gracias
a la doble batalla protagonizada por sus padres: una en contra del sistema
educativo para que no la marginase, y otra en contra de la indiferencia que la
gente normalmente manifiesta ante alguien que tiene una salud frágil y necesita
de atención permanente. Con los años, Éléonore completó sus estudios y comenzó
a trabajar en un hospital como empleada administrativa.
Cuando en el último lustro
comenzó a discutirse en Francia sobre la necesidad de reformar las leyes que
abordaban asuntos bioéticos, los políticos de la UMP y del PS la convocaron a Éléonore. Es que su
vida es ejemplo de cómo alguien con síndrome de SDL puede vivir como viven los
demás. Sin embargo el neurobiólogo Jean-Didier Vincent, en una entrevista
radial en France Inter, sostuvo que los trisómicos tienen la capacidad de
envenenar a las familias a las que pertenecen, por lo que, según su opinión
siempre polémica, conviene exterminarlos.
Éléonore Laloux, indignada con
opiniones como las de Vincent, decidió sumar su voz al debate. El
resultado es el libro Triso et alors !,
escrito con la colaboración del periodista Yann Barte. El texto es un recuento
de su vida “con un cromosoma extra”. Relata su infancia y adolescencia en el
norte de Francia, y todo lo que sufrió en su paso por la escuela, en donde
encontró amigos entrañables pero también pequeños cretinos que la hostigaron
(es como una Eddy Bellegueule mujer, sólo que más sana y sin todo el odio por
ser quien es).
En Arras, Éléonore vive sola.
Tiene su propio departamento en un vecindario en el que también habitan
ancianos y algunas familias jóvenes sin hijos. El lugar se llama L’îlot Bon Secours y
está abierto para que otras personas con trisomía del par 21 accedan a la
vivienda y descubran la autonomía. Tal y como lo hizo Éléonore.
* Laloux, Éléonore (con la
colaboración de Yann Barte). Triso et alors ! Max Milo, París, 2014, 16 €
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