viernes, 10 de octubre de 2014

Elementos para una estética del corazón

El llamado “síndrome de Down” debería llamarse “síndrome de Séguin-Down-Lejeune (SDL)”. ¿Por qué? Porque existen serios indicios que prueban que Édouard Séguin, en 1846, anticipó veinte años a John Langdon Down en la tarea de describir un caso de trisomía del par 21. Además las observaciones de Jérôme Lejeune realizadas a fines de la década de 1950 y comienzos de la de 1960 contribuyeron enormemente a comprender con mayor profundidad lo que el mentado síndrome es. Por consiguiente resulta un tanto injusto que ambos científicos franceses no reciban el reconocimiento que merecen en relación a este asunto.

En el siglo XIX el médico Down había bautizado al síndrome como “mongolismo” (pues encontró que quienes padecían de esa condición orgánica singular se asemejaban a la raza mongoloide descripta por el célebre naturalista alemán Johann Friedrich Blumenbach), pero en el siglo XX esa denominación fue sustituida por la actual, debido a que hubo protestas ante la Organización Mundial de Salud de la propia República Popular de Mongolia por la connotación peyorativa que se asociaba al término. Hoy en día, tras más de 150 años de investigación científica sobre el tema, la humanidad ha adquirido una mirada muy justa sobre las personas que padecen el SDL, por más de que aún existan quienes entienden a esa condición como incómoda y hasta indeseable.   

El santo del microscopio

El síndrome de SDL no es una enfermedad mental ni una degeneración neurológica como alguna vez se creyó. Los esfuerzos educativos de los últimos cincuenta años han probado que las personas que cargan el síndrome pueden integrarse socialmente y desarrollarse personalmente de un modo en que, en otra época, hubiese parecido sorpresivo.

Como he señalado, Séguin y Down hicieron muchísimo para mejorar nuestra comprensión del SDL, pero fue Lejeune quien ha hecho los aportes más decisivos sobre el síndrome, demostrando que se trata de una cuestión fundamentalmente cromosómica.

Quien ha escrito un libro estupendo sobre la vida y obra de Jérôme Lejeune ha sido Anne Bernet (el libro data de 2004 y se titula, simplemente, “Jérôme Lejeune”). Allí se aborda con profusión de detalles el largo combate a favor de la vida que Lejeune protagonizó desde el campo científico.

El momento más importante para la carrera de Lejeune llegó en 1958. Ese año –en colaboración con quienes trabajaban con él en el laboratorio de investigaciones médicas dirigido por Raymond Turpin– Lejeune demostró que el mongolismo era una anomalía cromosómica. Con este descubrimiento la citogenética amplió sus horizontes enormemente. A partir de allí el investigador francés alcanzó fama mundial gracias a su honesto trabajo científico.

Sin embargo hubo algo que pronto lo perturbó: sus descubrimientos, entre otras cosas, contribuyeron al desarrollo de los diagnósticos prenatales sobre anormalidades cromosómicas, lo que sirvió de estimulo para la realización de abortos “terapéuticos” ante el caso de embarazos afectados. Lejeune, que era un católico activo, se opuso tajantemente a esa práctica por considerarla contraria al juramento hipocrático. Aliado a los humanistas Jean Vanier (el fundador de L’Arche, una suerte de cottolengo a la francesa) y Marcel Clément (el creador de las Facultades Libres de Filosofía y Psicología, una suerte de Sorbona cristiana), Lejeune se convirtió en un militante a favor de la vida y en contra del aborto: entre los tres organizaron la famosa peregrinación pascual a Lourdes de 1971, en la que lograron reunir a unos doce mil feligreses, la mayoría de los cuales eran gente discapacitada física y/o psicológicamente. El evento levantó airadas críticas entre los sectores progresistas franceses, que interpretaron a la peregrinación como una “desfile de monstruos” que atentaba contra la dignidad de aquellos que, según su opinión, merecían el encierro y el aislamiento. La militancia de Lejeune por una causa tan noble como el respeto por el otro y la integración social del diverso lo convirtió en un personaje fácilmente odiable: en mayo de 1968, en el París de las barricadas, los estudiantes rebelados quisieron impedirle al prestigioso médico el acceso a su laboratorio universitario; tras no poder lograrlo, terminaron vandalizando el lugar, dejándole pintadas que lo acusaban de ser un “fascista”.

Se ha dicho que ese compromiso con la protección del niño que aún no ha nacido hizo perder al científico francés su merecido Premio Nobel en Medicina. Sin embargo Lejeune no sólo pudo vivir con ello, sino que además jamás se amedrentó ante las presiones externas que normalmente sufre la comunidad científica comprometida con la búsqueda de la verdad. Un ejemplo: en 1961, mientras visitaba Moscú, tuvo el coraje de desacreditar al lysenkoísmo públicamente, el cual aún era cultivado oficialmente en la URSS (de hecho para esa época Trofim Lysenko, según la peculiar orden del gobierno soviético, todavía era inmune a la crítica). Otro ejemplo: interesado en los orígenes de la humanidad, Lejeune teorizó en contra del evolucionismo darwinista, lo que despertó el desprecio contra él de los fanáticos cientificistas que adhieren como un dogma de fe a esa idea tan criticable.   

Pero no sólo supo cosechar enemigos. John Fitzgerald Kennedy, desde la Casa Blanca, elogió efusivamente a su trabajo, convirtiéndolo en un personaje muy popular en los EEUU.

Tras conocer de primera mano la lucha en contra del racismo que lideraba Martin Luther King Jr. en la década de 1960, Lejeune notó que la gente con trisomía del par 21 se encontraba en Occidente tan o más segregada que la población negra en ciertas partes de Norteamérica, por lo que comenzó una fuerte campaña en contra del “racismo cromosómico”, mientras que, al mismo tiempo, se abocó a trabajar para encontrarle una cura al síndrome de SDL.    

En 1969, mientras debatía en un estudio de televisión con Claudine Escoffier-Lambiotte (una periodista de Le Monde que había estudiado medicina en su juventud y que escribía en el famoso diario sobre temas de salud), Lejeune señaló que él no podía defender a la “euta-nazi” por considerarla una muestra de brutalidad anticientífica. Al día siguiente su buzón se vio inundado por cartas que lo injuriaban y que le pedían que se rectifique.

En 1971 un grupo de extremistas del laicismo invadieron un salón en el que daba una conferencia, amenazaron de muerte a Lejeune y apalearon a un grupo de discapacitados que asistían al evento.

Unos meses después de aquel escrache, cuando Simone de Beauvoir y Le Nouvel Observateur se aliaron para promover el aborto a través de la publicación del infame Manifiesto de las 343, Lejeune les pidió a las feministas que recapacitaran y propuso una batería de medidas que juzgaba más preferibles que el homicidio; las mismas estaban basadas en dos pilares: establecer un sistema social a través del cual el Estado francés y las ONGs puedan asistir a los niños sin costos para la madre, y flexibilizar los mecanismos para que la adopción de un niño pudiese concretarse antes del nacimiento inclusive. Empero las iniciativas, pese a sus buenas intenciones, no prosperaron.

Además por esa época Lejeune demolió el argumento abortista de que las mujeres tienen “derecho a disponer de su cuerpo” indicando que sobran las pruebas para demostrar que el feto es un cuerpo distinto al de su madre, y que por tanto se trata de una persona plena de derechos desde el momento de la concepción. 

A lo largo de la década de 1970, el científico francés se volcó a desarrollar tareas sociales para ayudar a mujeres a evitar el aborto. Su biógrafa Bernet cuenta que por esa época recibió miles de cartas de diversa índole (gente pidiéndole ayuda, gente planteándole razones filosóficas o religiosas para abortar, gente directamente insultándolo) y, pacientemente, el médico contestó a todas y cada una de las misivas.

Antes de 1975, Lejeune y su esposa consiguieron miles de firmas de médicos, juristas y filósofos que solicitaban que el aborto no fuese legalizado, pues si el Estado francés aprobaba la realización de homicidios bajo su supervisión, se convertiría automáticamente en una organización genocida. Mientras Georges Pompidou presidió a la República, el abortismo no prosperó. Pero en cuanto Valéry Giscard d’Estaing llegó al poder, la situación se revirtió. Ante la catástrofe generada por el gobierno, Lejeune cambió su foco y empezó a militar en contra de la libre circulación de medicamentos abortivos (a los que llamó “pesticidas antihumanos”), con la esperanza de que el acontecimiento del aborto –ahora legal– fuese reducido a su mínima expresión en Francia mientras se avanzaba hacia la derogación de la legislación exterminadora.

En uno de sus viajes para denunciar a la industria farmacéutica que estaba haciendo de las píldoras anticonceptivas un negocio multimillonario, Lejeune conoció a la médica polaca Wanda Półtawska y trabó amistad con ella. Esta mujer era muy cercana a Karol Wojtyla, un Obispo católico que luego se convertiría en Papa con el nombre de Juan Pablo II. Ese hecho, unos años después, le permitió encontrar en el Vaticano el apoyo que había perdido en Francia.

Como embajador del Papa, Lejeune recorrió el globo. En EEUU, en una audiencia de la ONU sobre el aborto, el científico francés manifestó sus opiniones contrarias al asunto ilustrándolas con el cuento de Pulgarcito. Más tarde viajó por Europa advirtiendo sobre los peligros se las radiaciones atómicas, llegando incluso a visitar nuevamente a la URSS; unos pocos años después se produciría el desastre de Chernobyl.

Durante la década de 1980 el gobierno socialista francés suprimió prácticamente todas las subvenciones que Lejeune recibía para sus tareas de investigación y divulgación científica. Rápidamente fue invitado por diversos países extranjeros para instalarse fuera de Francia, pero Lejeune se negó a ello. Muchas ONGs, entonces, se coaligaron para refinanciar al prestigioso médico.

En 1990 el rey Balduino de Bélgica consultó a Lejeune sobre algo que lo mortificaba. El parlamento de su país había decidido ampliar el acceso al aborto y él, como monarca constitucional, debía firmar la aprobación de una ley que juzgaba criminal. Lejeune, por supuesto, le dijo que se negase a hacerlo, y que, en todo caso, abdicase al trono si la presión era demasiada. Y así lo hizo Balduino: abdicó, el gobierno civil aprobó la ley y en menos de un día le pidió al rey que retornarse al poder. El gesto de Balduino no frenó el aborto pero, al menos, sirvió para que el monarca no traicionase a la tradición que encarnaba (contrariamente a lo que sucedió con el rey Juan Carlos de España en 1985).

La figura del científico cristiano que representó Lejeune fue tan molesta para los poderosos de su época, que hasta hubo un intento a mediados de la década de 1980 de asociarlo al larouchismo (ya que Jacques Cheminade había conseguido infiltrarse entre su círculo de colaboradores) y endilgarle responsabilidad intelectual en las acciones terroristas que supuestamente este movimiento ejecutó en Europa. Fueron las típicas maniobras obscuras de la Guerra Fría.  

Jérôme Lejeune murió en 1994. Muy pronto comenzó su proceso de beatificación en la Iglesia Católica, lo que llevó a la milenaria institución de Roma a declararlo “siervo de Dios” en 2012.

El libro de Bernet sobre Lejeune se lee más como una hagiografía que como una biografía, pero no constituye eso un error. Publicado, como ya se detalló más arriba, en el año 2004, el texto no incluye algo que concierne a Lejeune y que aconteció unos años después: en 2009 la investigadora Marthe Gautier, ya octogenaria, comentó ante la prensa que ella era la auténtica descubridora de la trisomía del par 21 y que Lejeune, básicamente, se habría atribuido él los resultados de su esfuerzo. Muchos celebraron el relato, puesto que no sólo significaba que una mujer menospreciada por su condición femenina hacía justicia después de tantas décadas, sino que además servía para desacreditar a “San” Lejeune, ese cristiano que tanto interrumpió el triunfo de ciertos intereses y que al final habría sido un sujeto vil y miserable. Sin embargo en enero de 2014 los herederos de Lejeune pidieron filmar el discurso que Gautier iba a pronunciar en Bordeaux, en el marco del reconocimiento que la Sociedad Francesa de Genética Humana le haría por su trayectoria. A último momento, Gautier optó por no hablar, sabiendo que sobran las pruebas para desmentir aquello que ella sostiene como si fuese lo que de hecho sucedió.

* Bernet, Anne. Jérôme Lejeune. Presses de la Renaissance, París, 2004, hasta 45 €

El afortunado 4%

Así como Gautier, en base a su testimonio, cuestionó la veracidad de la historia conocida por todos y generó dudas en mucha gente sobre los acontecimientos del pasado, así también Paul Rassinier dio su testimonio sobre los campos de concentración de los nazis y sentó las bases para lo que sería el revisionismo sobre el Holocausto, un movimiento historiográfico orientado a inculcar sospechas sobre lo que sucedió con los judíos en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo de lo que nadie ha dudado en la segunda mitad del siglo XX y la primera del XXI es de la existencia del Aktion T4, un plan de exterminio sistematizado que el gobierno del Canciller Adolf Hitler ejecutó entre 1939 y 1941, extinguiendo a miles y miles de personas por el solo hecho ser discapacitados.

La iniciativa eugenésica del Estado alemán tuvo por propósito optimizar la raza aria y minimizar el gasto presupuestario. De hecho a los nazis no les preocupaba demasiado la capacidad “contaminante” que tenían los discapacitados entre la población alemana (pues si ese hubiese sido el problema, entonces se hubiesen limitado a esterilizarlos, como efectivamente hicieron con buena parte de su población negra y mulata); lo que les molestaba de los discapacitados, en realidad, era que éstos constituyesen una carga de la que las familias de trabajadores o las instituciones estatales debían hacerse cargo. Por consiguiente no tuvieron mejor idea que declarar portadores de vida indigna a muchísima gente –infantes, adultos y ancianos– y asesinarla con diversos métodos, cámara de gas incluida. Con esa maniobra, los nazis pensaban en ahorrar algunos millones de marcos destinados a la asistencia social, y reorientarlos para financiar la guerra que habían iniciado.

El Aktion T4, autorizado por el propio Hitler según consta en la documentación oficial del Tercer Imperio, fue muy resistido por gran parte de la sociedad alemana de la época. Fueron los cristianos –tanto los católicos como los protestantes– los que más hicieron para denunciar e intentar detener la masacre.

Una vez culminada la Segunda Guerra Mundial, del otro lado del Rin el Aktion T4, pese a la resistencia de sabios como Lejeune y muchos otros, fue finalmente reflotado. Lo que Hitler empezó en un régimen totalitario, lo concluyó la Vº República en nombre de la libertad y la democracia.

Hoy en día, en el Hexágono, el 96% de las personas que reciben la noticia de haber engendrado a un feto con trisomía del par 21 optan por cancelar su embarazo: es un aborto “terapéutico”, según lo estipula la legislación nacional. El dato es de acceso público, pero lo recoge el libro Éloge des phénomènes de Bruno Deniel-Laurent.

En una época como la nuestra –acostumbrada a una aritmética perversa que cuantifica y, simultáneamente, despersonaliza a las víctimas de las masacres de Nankín, Hiroshima, Bangladesh y tantas otras– el porcentaje de abortos de fetos con SDL no parece escandaloso. Pero de hecho lo es. Y demostrarlo es la intención de Deniel-Laurent.

Para ello este autor ha escrito algo así como una estética del corazón. Es decir Éloge des phénomènes no discute éticamente sino estéticamente sobre el síndrome de SDL: allí yace su originalidad. Para ello elogia el barroco, enemigo natural de aquel universo clásico que arrojaba a los defectuosos desde la cima del Monte Taigeto.

Deniel-Laurent describe la existencia de dos genealogías modernas: una fundada por René Descartes y Nicolas Boileau, e integrada, entre muchos otros, por los eugenistas Clémence Royer y Charles Richet (un médico francés que obtuviese el Premio Nobel de Medicina en 1913), y la otra nacida de la obra de Blaise Pascal y Dominique Bouhours, a la que pertenecen Jean-Claude Guillebaud, Jacques Ellul y, claro, el propio Bruno Deniel-Laurent. Los primeros pretenden que lo bello sea algo demostrable, mientras que los segundos, en cambio, entienden a la belleza con una cuestión asociada al misterio.

El barroco es lo irregular. Es barroca la belleza de Éléonore (una joven con trisomía del par 21 que Deniel-Laurent describe en su libro con una honestidad que hace recordar a los retratos que hacía Joseph Kessel). Su Lolita no es armónica, lo que la vuelve poco atractiva para el mundo publicitario y la frustra como modelo de consumo. Por tanto Deniel-Laurent construye una apología de lo anti-modélico: la trisomía del par 21 es el último bastión de la “locura” que –por culpa de Lejeune y gente como él– las maquinarias del progreso no han logrado domesticar, por lo que se ven obligadas a declararle la guerra y buscar su completo exterminio. Éléonore, entonces, es una sobreviviente del eugenismo del Estado.

Muchos de los que han logrado escapar del genocidio sufren la parálisis. Éléonore no: ella se mueve mucho, vive día a día, ama y es amada (por los que la respetan como ser humano, no por aquellos que la consideran un objeto de estudio de la teratología).

¿Cómo es posible que un cromosoma extra pueda levantar a una nación en armas para erradicar a los que lo portan en nombre de la felicidad del individuo? En Francia, donde el barroco poco ha influido, pareciera ser que exterminar al que padece de SDL es parte de la idiosincrasia local.

El mundo post-Aktion T4 encontró en el diagnóstico prenatal el modo políticamente correcto de continuar con la obra de Joseph Mengele y Shiro Ishii. Ahora ello se hace en nombre del transhumanismo, que vendría a ser algo así como la colonización liberal de la tecnología. El niño, según la opinión contemporánea, es un gasto y una carga, algo incompatible con un mundo en donde el ideal es la inversión permanente y la libre decisión. Pero al niño se lo tolera, porque un día será un elector y un consumidor él también. En cambio aquel que no puede votar ni consumir, ¿para qué conservarlo? ¿Pues qué se le puede vender a una persona con SDL si su deseo se reduce a estar fresco en el verano y cálido en el invierno? ¿Y para qué permitir la existencia de una persona así, que, sin decoro, le pregunta al hombre calvo y viejo por qué su esposa tiene la mitad de su edad, o que siente una impúdica curiosidad ante el hecho de que una mujer anciana no luzca arrugas en su rostro rediseñado por el botox?  

Deniel-Laurent recuerda que los niños con SDL no crecen queriendo ser grandes casanovas, y las niñas tampoco buscan protagonizar Cincuenta sombra de Grey. Pero si son capaces de amar: retribuyen el amor que reciben de un modo incondicional; desinteresados por las herencias, jamás se pelean con sus hermanos; nunca un niño con trisomía en el par 21 concibe la posibilidad de odiar a su familia. Pero nada de eso parece importar, porque esos niños son culpables de atentar contra el orden y la seguridad del capitalismo, y por ello, según la opinión actual, merecen la pena de muerte.  

El tema de Éloge des phénomènes es trágico pero su tono compasivo y la elegancia del lenguaje lo vuelve legible. El texto se cierra recordando que en Japón existe la tradición de construir pequeños muñecos de piedra a través de los cuales las madres de los niños abortados pueden recordar a sus hijos fallecidos, pedir perdón o simplemente continuar con el diálogo interrumpido. En Francia eso no sucede: al cuerpo mutilado de un feto se lo coloca en una bolsa de plástico y, del mismo en que sucede con las ratas, se lo incinera, pues ese es el modo más económico e higiénico de deshacerse de lo que está demás.

* Deniel-Laurent, Bruno. Éloge des phénomènes. Max Milo, París, 2014, 10 €

La bella vida de Éléonore

La Éléonore que aparece en Éloge des phénomènes no es otra más que Éléonore Laloux. Nacida en 1985 en la ciudad de Arrás, los médicos les dijeron a sus padres que, como portaba una enfermedad cardiaca, no viviría más de tres meses. Sin embargo Éléonore resistió al pronóstico y sobrevivió.

La joven se volvió famosa gracias a la doble batalla protagonizada por sus padres: una en contra del sistema educativo para que no la marginase, y otra en contra de la indiferencia que la gente normalmente manifiesta ante alguien que tiene una salud frágil y necesita de atención permanente. Con los años, Éléonore completó sus estudios y comenzó a trabajar en un hospital como empleada administrativa.

Cuando en el último lustro comenzó a discutirse en Francia sobre la necesidad de reformar las leyes que abordaban asuntos bioéticos, los políticos de la UMP y del PS la convocaron a Éléonore. Es que su vida es ejemplo de cómo alguien con síndrome de SDL puede vivir como viven los demás. Sin embargo el neurobiólogo Jean-Didier Vincent, en una entrevista radial en France Inter, sostuvo que los trisómicos tienen la capacidad de envenenar a las familias a las que pertenecen, por lo que, según su opinión siempre polémica, conviene exterminarlos.

Éléonore Laloux, indignada con opiniones como las de Vincent, decidió sumar su voz al debate. El resultado es el libro Triso et alors !, escrito con la colaboración del periodista Yann Barte. El texto es un recuento de su vida “con un cromosoma extra”. Relata su infancia y adolescencia en el norte de Francia, y todo lo que sufrió en su paso por la escuela, en donde encontró amigos entrañables pero también pequeños cretinos que la hostigaron (es como una Eddy Bellegueule mujer, sólo que más sana y sin todo el odio por ser quien es).

En Arras, Éléonore vive sola. Tiene su propio departamento en un vecindario en el que también habitan ancianos y algunas familias jóvenes sin hijos. El lugar se llama L’îlot Bon Secours y está abierto para que otras personas con trisomía del par 21 accedan a la vivienda y descubran la autonomía. Tal y como lo hizo Éléonore.

* Laloux, Éléonore (con la colaboración de Yann Barte). Triso et alors ! Max Milo, París, 2014, 16 €

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